Blog / Materiali dottrinali | 08 Maggio 2018

Juan Pablo II – El don desinteresado

Para conocer la historia de esta meditación inédita de Juan Pablo II. El texto en italiano 

PRESENTACIÓN

Esta meditación se dirige a todos, prescindiendo del tipo de vocación. Como dice el título, el tema es el concepto de don/relación: por tanto, arranca de un punto de vista funda­mental tanto respecto al celibato (todo tipo de celibato prop­ter Regnum coelorum) como al matrimonio.

«Los hombres no solo viven uno junto a otro, sino que vi­ven en diferentes referencias: viven uno para otro; uno para otro son hermano o hermana, marido y mujer, amigo, educa­dor o educando» (El don desinteresado, § 1).

El escrito, en una traducción anónima al italiano de evi­dente origen polaco, llegó a mis manos cuando me hallaba rematando el trabajo de edición de Como Jesús. El texto po­laco de la meditación se recoge en Acta Apostolicae Sedis, vo­lumen 98, tomo II (2006), pp. 628-638. Se trata de un texto público, pero nunca impreso, aparte del Boletín oficial de la Santa Sede (Acta Apostolicae Sedis). Por tanto, se trata de un texto inédito en castellano. Resulta un tanto singular la ter­minología oficial de «meditación». No se conocen las cir­cunstancias de su redacción. Al pie solo se señala la fecha, 8 de febrero de 1994, y el lugar: Ciudad del Vaticano.

En un espacio tan reducido no es posible ahondar en un escrito tan sorprendente y profético. Apunto solo brevemente al motivo por el que la medita­ción se publica en este libro sobre el celibato apostólico. Esta meditación, que obviamente desconocía, pero que guarda muchísimos puntos de contacto con cuanto se dice en el capítulo II 7, fundamenta y precede a los dos paradigmas con que puede leerse el celibato: sea el canon nupcial, hasta ahora el más frecuente, o bien el de la amistad, propuesto en este ensayo. En el escrito no se habla de una relación especí­fica (nupcialidad, amistad), sino de la relación en cuanto tal. Si, en el pasado, el canon nupcial se utilizó a veces con cierto exceso o cierta rebaja, quizá se debió al escaso conocimiento de la relación en cuanto tal, es decir, de la pura relación. La nupcialidad se utilizó como arquetipo de la relación interper­sonal pura.

Esta interpretación propició que el canon de la nupciali­dad se cargara de requisitos que, en cambio, han de buscarse en la relación qua talis, con sus cualidades y propiedades.

Esta meditación de Juan Pablo II, a mi parecer, es el puente ideal entre los dos paradigmas.

Aunque se haya colocado como apéndice final del libro, bien podría leerse antes, ya que conceptualmente se sitúa tanto antes de la amistad como antes de la nupcialidad.

Esta meditación urde el tejido mismo de la relación, de la estructura «donal» de la persona humana y, por tanto, per­mite y facilita el diálogo entre ambos modelos.

En esta meditación, que va dirigida a «todo hombre, pres­cindiendo de su estado y vocación de vida» (§ 5), Juan Pablo II no cita ni la nupcialidad ni la amistad, sino que solo trata del puro acto de darse al otro, por parte de Dios, como forma y sustancia de su modo de ser, que es pura relación. Resulta significativo su culmen: cuando afirma que «todo hombre, prescindiendo de su estado y vocación de vida, debe oír al menos una vez las palabras que escuchó José de Nazaret: no temas tomar contigo a María (Mt 1, 20)».

No cita completo el texto de Mateo («No temas tomar con­tigo a María, tu esposa»), sino únicamente las palabras que conciernen a la pura relación. Escribe: «”No temas tomar con­tigo” significa “haz todo lo que sea a fin de reconocer el don que ella es para ti”». Haz todo lo que sea por reconocer el don.

La relación pura comienza con el don y se perfecciona con la aceptación del don, sin equivalencias o condiciones de inter­cambio. El don desinteresado se realiza así.

La reciprocidad que requiere no implica ningún inter­cambio o interés propio. La reciprocidad del don consiste en que, dando y aceptando el don, no solo se reconoce la digni­dad de lo que se entrega, sino también el valor incondicional de la relación que el don ha creado.

Bien podrían citarse muchos otros pasajes de la medita­ción. Pero quedémonos con uno solo. Al detenerse en el mo­mento de la creación del hombre y de la mujer, Juan Pablo II subraya que, cuando la Biblia dice «“varón y mujer los creó”, creó en este caso significa todavía más, pues significa que en­tregó recíprocamente uno a otra. Entregó al hombre la femini­dad de ese ser humano que se le asemejaba, le hizo su ayuda y, al mismo tiempo, entregó el varón a la mujer… Cuando leemos atentamente el contenido del libro del Génesis, hemos de en­contrar ahí en cierto sentido el comienzo de esa donación» (§ 1).

Coherentemente con eso, las características de la mascu- linidad y de la feminidad humana, más que en la óptica del matrimonio/nupcialidad, han de leerse en la de la pura rela­ción.

«Vale la pena dirigir la atención al hecho de que las pala­bras que constituyen el matrimonio no son las primeras pala­bras del Creador. (…) Hablan de la unión corporal del varón y de la mujer en el matrimonio como perspectiva» (§ 3). Es más, si se quisiera establecer una precedencia entre los dos tipos de relación (nupcial, amistosa), a mi parecer la amistad, el amor complacentiae, precedería conceptualmente a la nupcialidad, porque «la sola perspectiva ya admite el amor de complacen­cia» (§ 3). «El Creador dice: “sed fecundos, multiplicaos, hen­chid la tierra y dominadla” (Gn 1, 28), pero antes que nada crea en sus corazones la dimensión interior de la amorosa complacencia» (§3).

El don en cuanto tal, como sucede en toda relación (que es mucho más que una genérica «compartición»), necesita dos extremos distintos.

Por eso Dios, cuando inscribe la ley del don en la criatura humana, siente la necesidad de crear una pareja, en la que un elemento tenga los caracteres de la masculinidad y el otro, los de la feminidad.

A fin de que la categoría del don, o sea, de la relación, se inscribiera detalladamente en la criatura humana, era preciso que su impronta alcanzase también al cuerpo. «El hombre ne­cesita ver, pararse a ver, y conseguir que ese ver se haga un conmover. Debe subir la “escalera” del cuerpo, para encontrar en ella el camino al que la fe lo invita» (Guardare al Crocifisso, p. 49). Por tanto, la creación del hombre como varón y mujer, necesaria para expresar la dimensión de relación/don propia de la vida trinitaria, ni ha de leerse como si en la Trinidad hu­biera «varones y mujeres», ni como si la única forma de rela­ción entre el varón y la mujer fuera la nupcial.

Más aún, el brote fontal de la relación entre Adán y Eva y, por tanto, entre varón/mujer, es el amor complacentiae (expre­sión que no aparece en las páginas de este libro, pero que tiene sustancialmente el mismo contenido que amistad). «Creando al hombre como varón y mujer, Dios transmite a la humanidad el misterio de comunión que constituye el contenido de su vida interior. El hombre es introducido en el misterio de Dios a tra­vés del hecho de que su libertad se somete al derecho del amor y el amor crea la comunión interhumana» (§ 2).

Reducir siempre en cierto modo la relación varón/mujer al canon nupcial representa uno de los excesos a los que alu­día en otras partes del libro y puede tener efectos perniciosos de diverso tipo, sea en sentido rigorista o en su opuesto laxista (debido al riesgo práctico de rebajar todo al plano se- xual/genital). El enorme alcance de esta meditación consiste justamente en que lee toda la realidad de la creación y de la redención en sentido donal/relacional. Abastece así de herra­mientas para un correcto desarrollo del celibato tanto en clave nupcial como en la clave amistosa que aquí se ha explo­rado.

Juan Pablo II sabe muy bien que, en la condición del hombre tras el pecado original, no siempre es fácil recorrer de manera correcta «la escalera del cuerpo». «Los esfuerzos del espíritu humano ligados a la aspiración a la belleza de la persona y a la belleza de la comunión afrontan un umbral. En este umbral el hombre tropieza» (§ 4).

Sin embargo, la expresión «en este umbral el hombre tro­pieza» no es la palabra definitiva de Juan Pablo II. Su palabra definitiva es la invitación a la santidad. Para Karol Wojtyla, la santidad, la medida alta del cristianismo, es la medida normal. «El balance general de la civilización humana, en cualquier caso, es siempre positivo gracias a pocos, pero grandes, genios y santos» (§ 4). Ocurre realmente así. Me viene a la mente un pequeño y significativo episodio de la vida de san Josemaría Escrivá, en el que se ve claro qué significa recorrer «la escalera del cuerpo», pero sin adueñarse del mismo. «La complacencia desinteresada sería sustituida en el corazón humano por el de­seo de apoderarse del otro y usarlo. Tal deseo supone una gran amenaza, no solo para el otro, sino antes que nada para el hombre que cede a él» (§ 4).

Esta es la única advertencia del Papa: «Teme solamente una cosa: no apropiarte de este don, teme esto» (§ 5).

El episodio sucedió a finales de 1931.

«Tenía san Josemaría amistad con los marqueses de Guevara. Estando un día en casa de estos, y con objeto de proporcionar trabajo a un joven pintor, que lo necesitaba, preguntó si podían darle un encargo. La marquesa accedió gustosa a que le hiciese un retrato. Se presentó el pintor; posó la marquesa y le prestó luego un traje para que termi­nara el cuadro en su estudio. A los pocos días fue el pintor a ver a don Josemaría. Se encontraba en un apuro. Necesi­taba saber de qué color eran los ojos de la marquesa. El

sacerdote confesó su ignorancia; pero todo tenía remedio. Esa semana iba a comer con los marqueses y se enteraría.

Llegó el día de la invitación y, estando a la mesa, contó ingenuamente su entrevista con el pintor y la dificultad en que se hallaba:

—”Pues míreme, Padre; tengo unos ojos de un color verde ¡estupendo!”, saltó la marquesa. —“Ahora los miro menos, ¡majadera!”, replicó el sacerdote» (El fundador del Opus Dei, I, p. 476, nota 157).


EL DON DESINTERESADO: LO CREADO COMO DONACIÓN

¿Puede el hombre decir a otro: «Dios te me ha dado»?

De joven pastor de almas oí a mi director espiritual estas palabras: «Tal vez Dios desea darte esa persona…», palabras en las que se encerraba el empuje para tener confianza en Dios y para acoger el don que un hombre se hace para otro. Probable­mente, al principio no me di cuenta de la gran profundidad de la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el mundo que contenían esas palabras.

Y sin embargo el mundo, el mundo en que vivimos, el mundo humano, es un ambiente en el que continuamente, de varias maneras, se lleva a cabo el intercambio de dones.

Los hombres no solo viven uno junto a otro, sino en diferen­tes referencias: viven uno para otro; uno para otro son hermano o hermana, marido y mujer, amigo, educador o educando. Puede parecer que no haya en eso nada de extraordinario. Es una sencilla imagen de la vida humana. Esta imagen se adensa en ciertos momentos y es justo ahí, en las densificaciones, cuando se realiza el mencionado don de un hombre a otro.

No solo los hombres se unen entre ellos: es Dios quien los entrega uno a otro. Y con eso se pone en marcha su plan crea­tivo. Tal como leemos en el libro del Génesis, Dios creó el mundo visible para el hombre y le dijo que dominara sobre toda la tierra (cfr. Gn 1, 28) y confió a su dominio todo el mundo de las criaturas inferiores al hombre. No obstante, este dominio del hombre sobre el mundo creado debe también to­mar en cuenta el bien de las criaturas singulares.

El libro del Génesis recuerda que el Creador vio que todo era bueno. Lo creado es un bien para el hombre si el hombre es «bueno» con las criaturas que lo rodean: con los animales, las plantas e incluso con las criaturas inanimadas. Si el hombre es «bueno» con ellas, si no las destruye sin motivo, si no las ex­plota insensatamente. Entonces las criaturas crean para él el ambiente natural, haciéndose en ciertos aspectos sus «amigas». No solamente le permiten la supervivencia, sino también la po­sibilidad de encontrarse a sí mismo.

Dios, creando, reveló su Gloria y otorgó toda la riqueza creada del mundo al hombre, a fin de que antes de nada la go­zara, en ella «descansara» (Norwid[1]: descansaba -se regene­raba), a fin de que en ella encontrase a Dios y en este sentido se encontrase a sí mismo. Hoy en día hablamos a menudo de «ecología», esto es, del cuidado del ambiente natural.

En la base de la ecología así concebida está el misterio de la creación, que es una continua gran donación de los bienes del cosmos al hombre, tanto los que él detecta directamente como los que descubre mediante investigación, valiéndose de los di­versos métodos científicos.

La humanidad sabe cada día más de la riqueza del cosmos, a pesar de que no siempre reconozca que esta riqueza proviene de las manos del Creador; existen, sin embargo, momentos en que los hombres, incluso no creyentes, perciben la verdad de la donación del Creador y empiezan a rezar y confiesan que todo es regalo del Creador.

 

Leemos en el libro del Génesis que el último día de la creación Dios llamó a la vida al hombre: varón y mujer los creó (cfr. Gn 1, 26-27). Creó, en este caso, significa todavía más, pues significa que entregó recíprocamente uno a otra. Entregó al hombre la feminidad de ese ser humano que se le asemejaba, le hizo su ayuda y, al mismo tiempo, entregó el varón a la mujer. Por tanto, desde el origen, el hombre es dado por Dios a otro. Cuando leemos atentamente el conte­nido del libro del Génesis, hemos de encontrar ahí en cierto sentido el comienzo de esa donación.

El hombre, que se siente solo en medio de las criaturas que no se le asemejan, se descubre a continuación frente a un ser que es similar a él. En la mujer creada por Dios encuentra «la ayuda» que los asemeja (cfr. Gn 2, 18) y esta «ayuda» se comprende en el sentido más fundamental.

La mujer se le da al hombre para que él pueda entenderse a sí mismo y, recíprocamente, el hombre es dado a la mujer con el mismo objetivo.

Deben confirmar uno a otro su humanidad, sorprendién­dose de su doble riqueza. Seguro que, a la vista de aquella primera mujer creada por Dios, el hombre pensó: «Dios te me ha dado». Incluso lo expresó: aun con palabras diferentes, manifestó justo eso (cfr. Gn 2, 23).

La conciencia del don y de la donación se halla clara­mente inscrita en la imagen bíblica de la creación. La mujer se hace para el hombre sobre todo fuente de admiración. Junto a su creación, se reveló al mundo lo que Gertrud von le Fort[2] definió como «la eterna feminidad».

DON Y ENCOMIENDA

«Dios te me ha dado». Como se ve, no eran palabras ca­suales las que escuché en la época de mi juventud. Dios real­mente nos entrega personas: los hermanos, las hermanas en humanidad a partir de nuestros padres.

Y luego, con el paso del tiempo, cuando crecemos, pone en el camino de nuestra vida a personas siempre nuevas. Y cada una de ellas representa en cierto sentido un don para nosotros, a cada una de ellas podemos decir: «Dios te me ha dado…». Esta conciencia se vuelve para cada uno de nosotros fuente de ri­queza interior. Grave sería que no fuéramos capaces de recono­cer la riqueza que para cada uno es todo hombre, que nos ence­rrásemos exclusivamente en nuestro «yo», perdiendo el amplio horizonte que con el paso de los años se abre ante los ojos de nuestra alma.

¿Quién es el hombre? Si el libro del Génesis, al inicio, dice que es imagen y semejanza de Dios, significa que en el hombre se halla la singular plenitud del ser. El hombre es, como enseña el Concilio, «la única criatura sobre la tierra a la que Dios amó por sí misma» (Gaudium et spes, n. 24).

Por tanto, entre el ser para sí mismo y ser para los demás existe un vínculo muy profundo. Solo puede hacerse don desin­teresado para los demás quien se posee a sí mismo.

De ese modo existe Dios en el inefable misterio de su vida interior. También el hombre, desde el principio, fue llamado a una existencia semejante. Por eso Dios lo creó varón y mujer. Sin embargo, al crear a la mujer y ponerla ante el hombre, li­beró en el corazón de este último la conciencia del don. «Ella es mía y ella es para mí, y gracias a ella yo puedo hacerme don, ya que ella misma es don para mí».

Muchas veces he subrayado que en la mujer creada se con­tiene en cierto sentido la última palabra de Dios Creador. Ahora bien, la feminidad significa el futuro del hombre.

La feminidad significa la maternidad y la maternidad consti­tuye la primera forma de la encomienda del hombre al hombre.

«Dios quiere darte otro hombre, es decir, Dios quiere con­fiarte este hombre, y confiar significa que Dios cree en ti, cree que sabes acoger este don, que lo sabes abrazar en tu corazón, que supone responder a este don con el don de ti mismo».

De este modo, creando al hombre como varón y mujer, Dios transmite a la humanidad el misterio de comunión, que es el contenido de su vida interior. El hombre es introducido en el misterio de Dios a través del hecho de que su libertad se somete al derecho del amor y el amor crea la comunión interhumana.

Dios, Creador del hombre, no solo es el Señor omnipotente de todo lo que existe, sino Dios de la comunión. Y esta comu­nión es la clave de la singular semejanza del hombre con Dios.

A través del hombre, tal semejanza debe irradiarse a todo lo creado, a fin de que lo creado se convierta en «el cosmos», en la comunión del hombre con todo lo creado, así como en la comunión de lo creado con el hombre. Francisco de Asís es la figura histórica en que la verdad sobre la comunión de lo creado ha encontrado su expresión emblemática. El lugar adecuado de la comunión es sobre todo el hombre -varón y mujer-, al que desde el origen Dios ha llamado a hacerse don desinteresado uno para otra.

LA SENSIBILIDAD PARA LA BELLEZA

El amor tiene muchas facetas. Parece que la primera de ellas es la complacencia desinteresada: amor complacentiae. Dios, que es amor, transmite esta forma de amor al hombre: amor de complacencia.

Los ojos del Creador, que abarcan todo el universo creado, se posan ante todo en el hombre, que es objeto de la singular complacencia del Creador. Se concentran en los dos, en cada uno de ellos: en el varón y en la mujer, tal como los creó. Quizá eso explica por qué el libro del Génesis subraya que ambos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza (cfr. Gn 2, 25). En otro lugar, el autor de la Carta a los Hebreos dice: «A sus ojos todas las cosas están desnudas y manifiestas. Y a Él debemos darle cuentas» (Hb 4, 13).

Dios contempla al varón y a la mujer en toda la verdad de su humanidad. Él mismo encuentra en esta verdad su compla­cencia creativa y paterna.

Y esta desinteresada complacencia la injerta en su corazón. Los hace capaces de recíproca complacencia entre ellos: la mu­jer se revela a los ojos del varón como una síntesis particular de la belleza de la entera creación y él se revela de manera similar a los ojos de ella.

El hecho de estar desnudos en ninguna medida supone una fuente de vergüenza. Esta queda profundamente transformada por el amor que el Creador les tiene. Cabría hablar aquí de una especial «absorción de la vergüenza mediante el amor», y este es el amor del mismo Dios. Tal amor les permite mantenerse en recíproca confidencia y de gozarse uno a otro como don, con toda sencillez e ingenuidad. Les permite sentirse regalados de su humanidad, que para siempre debe conservar la doble forma de masculinidad y feminidad.

Vale la pena prestar atención al hecho de que las palabras que constituyen matrimonio no son las primeras palabras que el Creador dirige al varón y a la mujer. Hablan de la unión cor­pórea del varón y de la mujer en el matrimonio como perspec­tiva de su futura elección.

El varón debe abandonar a su padre y a su madre, y unirse a su mujer y ser con ella «una sola cosa», dando origen a la nueva vida (cfr. Gn 2, 24).

La perspectiva de la continuidad del género humano está desde el primer momento ligada a aquella constitución creativa de Dios.

Con todo, la sola perspectiva ya admite el amor de compla­cencia.

Uno en otra han de encontrar recíproca complacencia, deben descubrir la belleza de ser hombres y, entonces, en sus corazones nacerá la necesidad de donar la humanidad a otras criaturas que Dios les dará con el tiempo.

Mucho se equivocaría quien pensara que en la descrip­ción bíblica del hombre domina la biología.

El Creador dice: «sed fecundos, multiplicaos, henchid la tierra y dominadla» (Gn 1, 28). Pero antes que nada crea en sus corazones la dimensión interior de la amorosa complacen­cia, y en aquella dimensión domina sobre todo la belleza. Puede decirse que de ese modo, junto a la creación de la mujer, el Creador libera en el hombre toda esa enorme aspiración a la belleza que se convertirá en el sentido de la creación humana, de la creación artística, pero no solo.

En toda creación espiritual del hombre se encuentra cierta aspiración a la belleza, la búsqueda de encamaciones siempre nuevas, de nuevas fuentes de aquella admiración que, para el hombre, resulta tan indispensable como el alimento y el agua. Norwid escribió un día: «La belleza existe para sorprender al trabajo, y el trabajo para poder resucitar». Si el hombre resu­cita realmente a través del trabajo, a través de las distintas la­bores que lleva a cabo, es precisamente gracias a la aspiración que le da la belleza: la belleza del mundo visible, en especial la belleza femenina.

Este concepto aparece en toda la historia del hombre, so­bre todo en la historia de la salvación. El punto culminante de esa historia es la Resurrección de Cristo, y la Resurrección es la revelación de la belleza absoluta, la revelación ya prea­nunciada en el monte Tabor.

Y los ojos de los apóstoles quedaron encantados a la vista de esta belleza, desearon permanecer en su círculo, y la belleza de la Transfiguración les proporcionó la energía para sobrevivir a la humillante Pasión de Cristo Transfigu­rado.

La belleza constituye para el hombre una fuente de energía. Supone la inspiración para el trabajo, la luz que lleva consigo en medio de las tinieblas de la existencia humana, que permite superar con el bien cualquier mal, cualquier sufrimiento, puesto que la esperanza de la resurrección no puede defraudar.

Lo saben todos los hombres, cada varón y cada mujer, desde los días en que Cristo resucitó.

La Resurrección de Cristo da origen al renacimiento de la belleza que el hombre perdió mediante el pecado. San Pablo habla del nuevo Adán (cfr. Rm 5, 12-21). En otro lugar habla de la gran expectación de lo creado por la revelación de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 19).

Efectivamente, en la humanidad persiste el deseo y la nos­talgia de la belleza que Dios concedió al hombre al crearlo va­rón y mujer. Prosigue también la búsqueda de la forma de tal belleza, cuya expresión descubrimos en toda la creatividad hu­mana. Si la creatividad es una singular revelación del hombre, entonces también es la revelación de la expectación de que ha­bla san Pablo. Tal expectación está ligada al sufrimiento, ya que «toda la creación gime y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22).

La nostalgia del corazón humano de aquella belleza origi­nal que el Creador otorgó al hombre supone al mismo tiempo la nostalgia de la comunión en que se revelaba el don desintere­sado. Sin embargo, esta belleza y comunión no son un bien perdido para siempre, sino que son un bien que recuperar y, en este sentido, todo hombre es dado al otro, toda mujer al varón y todo varón a la mujer.

LA REDENCIÓN DEL CUERPO

Los esfuerzos del espíritu humano ligados a la aspiración a la belleza de la persona y a la belleza de la comunión afrontan un umbral.

En este umbral el hombre tropieza. En vez de descubrir la belleza, la pierde, e inventa de ella solamente una degustación.

El hombre llena con esas degustaciones de belleza su cul­tura, que no es la cultura de la belleza por no estar engendrada por el amor eterno con que Dios llamó al hombre a la vida y lo hizo bello, al igual que hizo bella la comunión de personas: va­rón y mujer. Norwid, que tenía una gran intuición de esta ver­dad, escribió que la belleza es la forma del amor. No se puede crear la belleza si no se participa en ese amor, si no se participa en esa mirada con que Dios, desde el principio, abrazó el mundo creado por Él y, en ese mundo, al hombre creado por Él.

Todo esto no significa que nuestra época carezca de perso­nas que luchen con todas sus fuerzas. Estas nunca han faltado.

Por eso, el balance general de la civilización humana es, en cualquier caso, siempre positivo. Lo configuran pocos -pero grandes- genios y santos. Todos ellos son testigos de cómo romper el cerco de la mediocridad y, en especial, de cómo su­perar el mal con el bien, de cómo descubrir lo bueno y lo bello a pesar de todas las degradaciones a las que cede la cultura humana. Como se ve, el umbral en el que el hombre tropieza no es insuperable. Solamente se precisa la conciencia de que ese umbral existe y el arrojo de atravesarlo continuamente.

¿En qué dirección hay que traspasar ese umbral? Diría que en dirección al convencimiento de que «Dios da al hombre otro hombre», y de que con el hombre le da a su vez todo lo creado, todo el mundo.

Cuando el hombre descubre ese don desinteresado que es otro hombre, entonces en cierto modo descubre en él el mundo entero. Hay que darse cuenta del hecho de que este don puede dejar de ser desinteresado en el corazón del hombre. El hom­bre puede hacerse para el otro objeto de uso. Esto amenaza aún más nuestra cultura, en especial la del mundo material­mente rico. La complacencia desinteresada se sustituye enton­ces en el corazón humano por el deseo de adueñarse del otro y de usarlo. Tal deseo no solo representa una gran amenaza para el otro, sino antes que nada para el hombre que cede a él.

Ese hombre destruye dentro de sí la capacidad de ser don, destruye en sí la capacidad de secundar la regla de «ser más hombres», al tiempo que cede a la tentación de secundar la re­gla de «tener más»: más estímulos, más emociones, más place­res, lo menos posible de valores auténticos, lo menos posible de esfuerzo creativo por el bien, la menor disponibilidad posible a pagar consigo mismo por lo bueno y lo bello de la humanidad, la menor participación posible en la redención.

La otra persona, la mujer para el varón, o bien el varón para la mujer, es un bien grandioso e inefable justamente por estar redimido. A menudo y con acierto, la redención se com­prende en los términos de una gran deuda que, a causa del pe­cado, grava sobre la humanidad.

No obstante, la redención es, al mismo tiempo, o tal vez antes que nada, la nueva donación al hombre y a la entera hu­manidad de lo bueno y bello que se le otorga con el misterio de la creación.

Con la redención todo se hace nuevo (cfr. Ap 21, 5). En cierto sentido, al hombre se le vuelve a dar su masculinidad, su feminidad, la capacidad de ser para el otro, la capacidad de ser recíproco en la comunión.

En esta perspectiva, las palabras «Dios te me ha dado» ad­quieren un sentido radicalmente nuevo. Dios entrega un hom­bre a otro de un modo nuevo a través de Cristo, en quien el va­lor pleno que el hombre tuvo desde el principio, que tuvo en el misterio de la creación, se revela de nuevo y de nuevo se rea­liza.

Todo hombre posee en sí una valía inestimable. Obtiene esa valía de Dios, que se hizo hombre él mismo, reveló la divinidad encomendada en ciertos aspectos al hombre y creó un nuevo orden de relaciones interpersonales. En este nuevo orden, el hombre es todavía más la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et spes, n° 24) y, a la vez, el ser personal semejante a Dios que solo puede realizarse plenamente mediante «el don desinteresado de sí» (ibíd.). La redención supone, por tanto, la apertura de los ojos humanos a todo el nuevo orden del mundo, construido conforme a la regla del don desinteresado. Se trata de un orden hondamente perso­nal y, al mismo tiempo, sacramental. La redención corrobora el «sacrum» de la entera creación, confirma el «sacrum » del hom­bre creado varón y mujer, y la fuente de ese «sacrum» se halla en la santidad misma del Dios que se hizo hombre. El hombre, siendo el sacramento de Dios presente en el mundo, transforma al mundo en sacramento para Dios.

En el contexto de la redención que se llevó a cabo mediante el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, se hace más transparente «la sacralidad» del cuerpo humano, incluso cuando ese cuerpo es completamente depauperado o pisoteado, tal como Cristo durante su Pasión.

El cuerpo humano tiene su dignidad, que también deriva de aquel «.sacrum». Tanto el cuerpo del varón como el cuerpo de la mujer. La redención realizada en el cuerpo genera en cierto sen­tido una singular dimensión de la sacralidad del cuerpo hu­mano.

Esta sacralidad excluye que ese cuerpo pueda rebajarse a objeto de uso. Y cada hombre, en especial cada varón, es cus­todio de esa sacralidad y dignidad. «¿Acaso soy yo el guar­dián de mi hermano?», preguntaba Caín (Gn 4, 9), dando ori­gen a la terrible «cultura de la muerte» en la historia de la humanidad. Cristo se sitúa en medio de esta cultura, se inter­pone en la pregunta de Caín y responde: «Sí, eres guardián, eres guardián de la sacralidad, eres guardián de la dignidad del hombre, en cada mujer y en cada varón. Eres guardián de la sacralidad de su cuerpo, y la mujer debe permanecer un objeto de culto para ti. Entonces gozarás de la belleza que Dios le ha otorgado desde el principio y ella gozará junto con­tigo, se sentirá segura a los ojos de su hermano, se alegrará del don de su feminidad que el Señor le ha hecho». Y enton­ces aquella «eterna feminidad» (das ewig Weibliche) será de nuevo el don intacto de la cultura humana, la inspiración de la creatividad y la fuente de belleza que se hizo «para resuci­tar». ¿No es acaso por eso por lo que el cuerpo de la mujer se convierte en la fuente de todas estas resurrecciones huma­nas: la belleza materna, la de hermana, la de esposa, la be­lleza que encuentra su culmen por antonomasia en la Madre de Dios?

 

TOTUS TUUS

«¡Qué hermosa eres, amiga mía!» (Cí 1, 15). Si bien el Can­tar de los Cantares constituye ante todo el poema sobre el amor de los esposos humanos, al mismo tiempo y en toda su concre­ción está abierto a una enorme cantidad de significados.

La Iglesia se sirve de las palabras del Cantar de los Cantares en la liturgia, sobre todo al mencionar a las vírgenes o las muje­res que encontraron la muerte como mártires por Cristo. Las palabras recogidas hablan sobre todo de una gran iluminación de la belleza femenina y no solamente, y en cualquier caso no antes, de la belleza sensual: hablan mucho más de la espiritual. Cabe incluso añadir que esta última condiciona a la primera. La sola belleza sensual no suele resistir la prueba del tiempo.

Esto es especialmente importante para el hombre al que Dios da otro hombre, tal como he podido experimentar mu­chas veces en mi vida. Dios me ha dado multitud de perso­nas, jóvenes y ancianas, chicos y chicas, padres y madres, viudas, sanos y enfermos. Siempre, al dármelas, a la vez me las confiaba, y hoy veo que de cada una de ellas podría escri­bir una monografía: sería una monografía sobre aquel con­creto don desinteresado que es el hombre.

Había entre ellas personas sencillas, obreros de la fábrica; había también estudiantes y profesores universitarios, médi­cos y abogados; había, en fin, sacerdotes y personas consa­gradas. Había, obviamente, varones y mujeres.

Un largo camino me llevó al descubrimiento del «genio femenino», pero solo la Providencia consiguió que llegara el día de su reconocimiento y, en ciertos aspectos, de su ilumi­nación.

Pienso que cada hombre, prescindiendo de su estado y de su vocación de vida, debe oír al menos una vez en la vida las palabras que escuchó José de Nazaret: «No temas tomar con­tigo a María» (Mí 1, 20). «No temas tomar contigo» significa «haz todo lo que sea a fin de reconocer el don que ella es para ti».

Teme solamente una cosa: no apropiarte de este don, teme esto. Durante todo el tiempo que ella se mantiene para ti como el don de Dios mismo, puedes tranquilamente gozar de todo lo que es ese don. Más aún, deberías hacer todo lo que esté en tu mano a fin de reconocer este don, para demostrarle a ella misma que es un valor irrepetible.

Cada hombre es irrepetible. La irrepetibilidad no es una restricción, sino demostración de hondura. Tal vez Dios quiere que tú le comuniques precisamente a ella aquello en que con­siste su valor irrepetible, así como su singular belleza. En este caso, no temas tu complacencia.

El amor de complacencia (amor complacentiae) es, o en todo caso puede ser, la participación en la eterna complacencia que Dios tiene en el hombre creado por él.

Si temes adecuadamente, no temas por anticipado, para que tu complacencia no se vuelva una fuerza destructiva. Serán los frutos los que demuestren si tu complacencia es creativa.

Basta observar a las mujeres que aparecen en torno a Cristo, desde María Magdalena y la Samaritana, pasando por las hermanas de Lázaro, hasta la más santa, la bendita entre todas las mujeres (cfr. Le 1, 42). Nunca juzgues el sentido del don de Dios. Ruega con toda humildad saber ser guardián de tu hermana, para que, en los límites de irradiación de tu masculinidad, ella misma descubra el camino de su vocación y la santidad que le está destinada en los planes de Dios. Enorme es la fuerza espiritual de la mujer. Una vez liberada, demuestra una intrepidez muchísimo mayor, una prontitud para sacrifi­cios en los que a veces un varón se resiste a pensar. Justamente con este conocimiento, la Iglesia repite las palabras del Cantar de los Cantares: «¡Qué hermosa eres, amiga mía!».

Es justo añadir, por último, que en la presente meditación sobre el «don desinteresado» se oculta en ciertos aspectos un largo camino, un «itinerario» interior que, desde las palabras que escuché en mi juventud de labios de mi director espiri­tual, llevó hasta el «Totus tuus»[3] que me acompaña continua­mente desde hace tantos años.

Lo descubrí en la época de la ocupación, trabajando como obrero en la Solvay.

Lo descubrí gracias a la lectura del Tratado sobre la verda­dera devoción a la Madre de Dios, de san Luis María Grignion de Monfort.

Era la época en que ya había escogido el sacerdocio y, a la par que trabajaba físicamente, estudiaba filosofía. Me daba cuenta de que la vocación sacerdotal pondría en mi camino a muchas personas, que Dios me confiaría de manera particular a cada uno y cada una de ellas: «dará» y «encomendará».

Justo entonces surgió la gran necesidad de encomendarme a María, que se expresa en el «Totus tuus». Más que una decla­ración, es una plegaria.

A fin de que mi mirada, mi oído, mi mente permanecieran puros. A fin de que todo sirviera para la revelación de la belleza que Dios otorga a los hombres.

Me vuelve a la mente la cita de El piano de Chopin, de Norwid:

Fui a Ti en aquellos penúltimos días
de una inconclusa trama
-llenos, como el Mito,
pálidos, como la aurora…-,
cuando el final de la vida susurra al inicio:
«¡No te desgastaré, no! – ¡Te manifestaré…!».

No desgastaré…, no destruiré…, no disminuiré…, manifes­taré… Totus tuus. Sí. Hay que ser totalmente don, un don desin­teresado, para reconocer en cada persona ese don que ella misma es. Para dar gracias al Dador del don de aquella per­sona.

Vaticano, 8 de febrero de 1994

Note

[1] Cyprian Kamil Norwid (1821-1883) es uno de los grandes poetas y dra­maturgos del romanticismo polaco. Bien conocido por sus compatriotas, Juan Pablo II lo cita repetidas veces, sin más referencias ni explicaciones, y concluye su meditación con los versos iniciales de El piano de Chopin, el poema más conocido de Norwid (ndt).

[2] Notable escritora alemana (1876-1971), católica desde 1926.

[3] Juan Pablo II explicó cómo asumió en su vida el Totus tuus: «Hubo un momento en que me cuestioné de alguna manera mi culto a María, conside­rando que este, si se hace excesivo, acaba por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo. Me ayudó entonces el libro de san Luis María Grig­nion de Montfort titulado Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En él encontré la respuesta a mis dudas. Efectivamente, María nos acerca a Cristo, con tal de que se viva su misterio en Cristo (…). El autor es un teólogo notable. Su pensamiento mariológico está basado en el Misterio trinitario y en la verdad de la Encamación del Verbo de Dios. (…). Esto ex­plica el origen del Totus tuus. La expresión deriva de san Luis María Grig­nion de Montfort. Es el inicio de la forma más completa de la consagración a la Madre de Dios, que dice: Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Acci­pio te in mea omnia. Proebe mihi cor tuum, María (Tratado de la verdadera devoción, n° 266): Todo tuyo soy y cuanto tengo es tuyo. Te recibo en todas mis cosas. Dame tu Corazón, María» (Don y Misterio, BAC, Madrid 1996, pp. 38-39).

Tratto da Como Jesús pp. 257-277